lunes, 31 de agosto de 2009

La casa embrujada

El cielo estaba ya de color sangre cuando salí de la casa embrujada. Todo era distinto a como lo había visto antes. Mi mente había cambiado, ya no pensaba ni veía como lo había hecho antes de entrar. Sin duda, esa casa tenía algo mágico. Mágico, pero malvado. Esotérico. Infernal.
El cielo me gritaba. Eso era lo que yo sentía. Sentía que el cielo me gritaba desesperadamente, un grito que no lo oían mis oídos, sino que lo oía mi cerebro desde el interior.
Era un grito desgarrador.
Me obligó a dejar mi cuerpo en el húmedo suelo.
No podía contenerme.
Al final, volví a entrar en la casa embrujada. Allí me sentía más seguro.
El cielo se tornó oscuro y, asombrosamente, esa noche no había Luna.
Dejé que el interior de la casa me envolviera y, al fin, formé parte de ella.
Ahora soy todos los recovecos de la casa al mismo tiempo.
Ahora yo soy la casa encantada.
Y todas las tardes, en el crepúsculo, mis ventanas que son ojos miran al cielo que se tiñe de ese rojo sangre y me doy cuenta de que llora, grita y enloquece.
Y lo hace por mí.

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