sábado, 10 de enero de 2009

Let me go


Por supuesto todo lo que aquí escribo no tiene ninguna relación con la realidad.
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Era de noche, una noche cerrada y oscura. El cielo se tapaba con una inmensa manta de nubes negras que impedía que la tenue luz de la luna menguante llegara hasta donde me encontraba y me alumbrara al menos lo suficiente para ver a un palmo de mis ojos. Debido a este problema me había tomado la molestia de tomar prestado un candil de los de llama más grande y alargada para que pudiera atravesar el camino sin temor y sin preocupaciones. Claramente eso era imposible, pues era de noche, se oían extraños sonidos que procedían del espeso bosque que se hallaba a mi derecha, sabía que en esos parajes había animales peligrosos y, además, tenía la extraña sensación de que alguien me observaba.
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Andaba despacio, pero mis pasos eran lo más grandes que podían ser. Aún así, intentaba provocar el menor ruido posible mientras mis botas chocaban con el arenoso suelo del que el pequeño camino se constituía. Mi mirada estaba continuamente dirigida a un mismo lugar, del que no separé la vista en casi ningún momento: la llama de la vela. Era un simple juego visual y mental, trataba de concentrarme en algo para no pensar en nada más, pero me temo que fue en vano. El frío me golpeaba, el viento me hería y los recuerdos... los recuerdos me hacían llorar.
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La explicación era sencilla: había muerto. Eso es lo que exactamente me había dicho el doctor Sprouch cuando me había dirigido hacia él, aquella misma mañana. El cura, que se hallaba también allí, el Padre Colberg, me había ayudado a quitarme las penas de encima leyéndome alguno de los Proverbios de la Biblia. Pero no habían echo casi nada. Y ahora salía del caserón, a las afueras de Rivermane, para dirigirme al camposanto, el Cementerio de Personas Adultas de Rivermane.
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En el pueblo había dos cementerios, el de adultos y el de niños. Eso se debía a una antigua leyenda (que no creo conveniente contar ahora), una leyenda sin sentido y cuyo relato conocía ya todo el pueblo. Más que una leyenda era un cuento chino, y yo conocía a su autor. El señor Pratche, un hombre con un buen sentido del humor, pero aún así, un sentido un poco macabro. Gracias a él se hizo el cementerio de niños, al otro lado de la gran carretera, la llamada Villa Dentro, cuyo nombre compartía la casa que se situaba justo al final.
Pues resulta que me dirigía al cementerio para acompañar a los restos de mi querida novia y prometida, mirando fijamente a la llama de la vela, que se consumía lentamente, sabiendo que no tenía ningún fósforo encima, burlándose de mí.
Cuando llegué al gran portón giré a la derecha, rodeando parte de la entrada. Me dirigía a un lugar que conocía muy bien, un agujero abierto en la valla trasera.
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Unos segundos después ya estaba dentro del Cementerio de personas adultas de Rivermane y me dirigía con pasos temerosos a la tumba de la que había sido mi compañera de historias, aventuras y noches en vela. La recordaba con una claridad... Y resultaba que ya habían pasado diez años desde que ocurrió aquello. Eran ya malos tiempos para Rivermane. El señor Pratche ya había muerto, al Padre Colberg lo habían destinado a un pueblo cercano, pero nunca más se había pasado por aquí. Hasta la casa del final de la carretera, Villa Dentro, ya solo era un amasijo de piedras, tierra y madera.
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Aún así la recordaba, la recordaba como si el tiempo se hubiera parado en el mismo instante en el que el doctor Sprouch me dijera esas palabras. Palabras que nunca olvidaría: "Ha muerto".
¡Maldigo al Cielo y al Infierno por habérsela llevado! Ojalá hubiera sido yo el que hubiera muerto esa noche que recuerdo todas las noches, esa noche en la que el suceso se repite constantemente, desde hace diez malditos años. Llevo diez años sin poder dormir porque las noches ya no son noches, porque dormirse significa revivir el odiado momento...
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Y esa pesadilla que se hace realidad cada noche en mi cabeza no me deja salir, no me deja huir, porque cuando ya estás dentro... no puedes salir. Como el la leyenda de Villa Dentro. Como en la historia del señor Pratche. Como en este cementerio en el que acabo de entrar y de que nunca podré salir.
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La tumba de mi amada se encontraba en uno de los laterales, cerca de una pared de piedra de unos cinco o seis metros de altura. Había llegado hasta allí con la poca luz que obsequiaba la vela, que sufría mientras se consumía y de la que ya no quedaba más que un centímetro de cera. Miré la tumba como si no lo hubiera hecho nunca antes. Y lo hacía todas las noches desde hacía diez años. Pero hoy era una noche especial, se cumplía el décimo aniversario de su muerte.
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De pronto una maño blanca y de delgados dedos, pero firme y fuerte me agarró el tobillo. Miré. Era su mano, nunca podría olvidarla. Pero eso no era posible, no podía estar pasando. Y tiró con fuerza, me hizo entrar dentro de la tumba. No sé cómo lo hizo, pero creo que lo que ocurrió fu que atravesé la piedra. Solamente que en un momento, un instante, me encontré tumbado sobre ella en una oscuridad total. Toqué su cuerpo desnudo y caliente como si nunca hubiera muerto, besé sus labios y comprobé que el calor que siempre había en ellos no se había apagado... Y nos fundimos el uno en el otro, le hice el amor como no se lo había hecho nunca y, antes de que me diera cuenta ya estaba enterrado junto a mi prometida y nunca saldría de allí.

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