lunes, 26 de enero de 2009

Llovía


Era el único vuelo de esa mañana en todo el aeropuerto. La verdad es que el aeropuerto no es muy grande que sólo salen unos tres aviones al día, y aterrizan los mismos tres. El avión se retrasó un poco, unos diez minutos, y en un rato ya estaba sentado en un asiento situado al fondo, casi en la última fila. En el lado de la ventanilla. Miré. Llovía.

Fijé la mirada en el asiento de delante mientras una señora de unos cincuenta y cinco años, quizá más, se sentaba a mi lado. Boeing 737-800, leí. Security information. Había unos dibujos debajo que indicaban todo lo que había que hacer en caso de emergencia. Para nuestra seguridad. No mentiría si dijese que en el fondo sí que tenía un poco de miedo. Había volado más veces, pero no estaba seguro de que todo saldría bien. Era otro aburrido viaje de negocios, a Santiago de Compostela. ¿Qué se me ha perdido a mí ahí?, me repetía para mis adentros cada minuto, mientras esperaba que los motores del avión se encendieran. Todo sería muy lento, lo tenía asumido, aunque el vuelo duraría apenas cuarenta y cinco minutos. Era poco, pero es que no estaba muy lejos. Yo pensaba que tardaría un poco más, las condiciones meteorológicas me hacían pensar eso. Dentro todo parecía normal. Pero sabía qué ocurría fuera. Llovía.

Me había fijado en una de las azafatas. Tenía acento inglés, pelo rubio, ojos pintados, una buena delantera, buen culo... Pensé que estaría casada. Volví a pensar y me dije que era demasiado joven para estarlo. Yo tenía treinta y cinco años y no estaba casado aún. Ella tendría unos veintiocho o veintinueve. Y me gustaba. Olía bien. Tenía las uñas pintadas de un color parecido al rojo, un poco más oscuro. Me deleité mirándola mientras explicaba qué había que hacer en caso de emergencia. Al mismo tiempo una voz de hombre explicaba lo mismo en inglés. Yo centraba mis sentidos en la azafata, sin prestar atención a lo que se oía por los altavoces. Dentro me sentía a salvo, cerca de ella. Fuera seguro que me mojaba. Llovía.

El piloto dio un aviso por el altavoz. Dijo cómo se llamaba y que el viaje duraría unos cuarenta y cinco minutos. Luego nos dio las gracias por escoger su aerolínea. Los motores se encendieron. Tardó un rato en arrancar. El avión se dirigió a la pista de despegue y después de girar un par de veces para colocarse de frente empezó a acelerar a tope. Yo miraba por la ventana, viendo pasar los árboles a una velocidad extrema. Las gotitas que había en el cristal se movían todas hacia atrás, como atraídas por una extraña fuerza. El suelo estaba mojado, y se seguía mojando. Seguramente las ruedas del avión levantaban gotas de agua. Volví la mirada hacia la señora que había a mi lado justo cuando el avión se separó del suelo. Me daba pánico mirar por la ventana y ver lo cerca que estaba del suelo al principio y lo lejos que estaba unos minutos después. Había que dejar las ventanillas abiertas en el despegue. Busqué a la azafata. No la vi. Estaba sentada delante, en una de las primeras filas. No quería mirar por la ventana por una sola razón. Llovía.

El avión se estabilizó y las luces del techo que indicaban que permaneciéramos con el cinturón se apagaron. Mi azafata se levantó, pude ver su rubia cabellera por delante. Me dormí. Soñé que estaba con la azafata en una habitación de hotel. Que ella se acercaba a mí, que la podía oler. Me besaba y yo la besaba a ella. La desnudaba, sí, y ella me desnudaba a mí. Era muy bella, extremadamente guapa, sobre todo desnuda y con la ayuda de mi imaginación. Nos besábamos, nos abrazábamos y su aroma me fundía a ella. Nos duchamos, sí, y me recubrió con el gel de ducha por todo el cuerpo. Nos seguíamos besando, yo también la embalsamaba con el gel. Le tocaba los pechos con mucha insistencia y ella reía con risa extranjera. Bajo la ducha soñé que hacíamos el amor. Bajo la ducha. Llovía.

Me desperté de golpe. Miré a los lados. A uno estaba la cincuentona, al otro seguía la ventanilla abierta y en ella muchas gotitas de agua. Lo que se podía ver a través de ella eran nubes, nada más. Estábamos dentro de una nube gigante. Me pregunté cómo podría el piloto ver a través de las nubes. Pero sabía que no podía. Que lo veía todo tan blanco y gris como yo. El cielo era una pasta de nubes sucias, pero una nube blanca nos cubría. Miré el reloj. Ya llevábamos media hora de viaje. Miré también al techo del avión. La lucecita del cinturón de seguridad estaba encendida. Ya estaríamos cerca. Cerca de Santiago de Compostela. En invierno. Haría frío, claro. Y seguro que llovía. Sabía que en Galicia casi siempre lo hacía. En verano menos, pero también. Es lo que tiene ese clima, pensé. Miré por la ventanilla de nuevo. Blanco. Pero el avión empezaba a bajar. Llovía.

Me limité a estar callado en mi asiento. La señora de al lado no me había dirigido la palabra en ningún momento y yo no pensaba hacerlo. El avión bajaba a gran velocidad y, aunque eso era lo normal, yo no estaba cómodo. Eché la cabeza hacia atrás, apoyando la coronilla en el respaldo. Notaba cómo se me taponaban los oídos. Me dolía la cabeza. Pensaba en el sueño, en la azafata. La busqué. Seguro que estaba delante, sentada en su asiento reservado con las otras azafatas. Dediqué el poco tiempo de aterrizaje a pensar en ella hasta que el avión tocó tierra con bastante éxito y entonces me quedé tranquilo. Miré por la ventana. El suelo estaba mojado. Llovía.

Cuando la luz del cinturón de seguridad se apagó los motores ya habían hecho lo propio y el interior del avión se convirtió en una jaula de grillos. Todos los pasajeros se levantaron rápidamente para coger su equipaje de mano que había en los maleteros encima de los asientos. Yo permanecí sentado en mi asiento hasta que la cosa se hubo calmado un poco. Cogí mi bolsa y me dirigí a la salida de delante, aunque mi asiento estaba por detrás y había una puerta trasera. Quería volver a ver a la azafata. Estaba ahí, delante, despidiéndose de los pasajeros. La miré. Me miró, con esos ojos pintados, marrones, grandes, preciosos. Seguí andando porque había gente detrás de mí. Adiós, dijo, aunque no estoy seguro de que me lo dijera a mí. Sabía que ella no sabía que había soñado con ella. Salí del avión. Llovía.

Fui corriendo hasta la puerta del aeropuerto y cuando estuve dentro busqué la salida. Antes me tomé la molestia de comprarme un paraguas. No quería mojarme. Nos metieron a todos los que habíamos volado en mi avión en un autobús. Nos llevaría al centro de la ciudad. Yo no quería ir al centro, pero no había taxis en el aeropuerto así que me tuve que aguantar. El camino desde el autobús se me pasó volando. Al salir cogí un taxi y dije al taxista el nombre del hotel al que debía ir. Los coches iban despacio, o al menos eso me parecía. El limpiaparabrisas se movía incesantemente de un lado a otro. Oí una voz. El taxista me decía el precio del trayecto. Me hice el despistado y pagué lo que le debía. Salí y me encontré ante un gran edificio. Era el hotel. Pero no estaba cómodo, todavía. Llovía.

En recepción me dijeron cuál era mi habitación. Me dieron la llave y subí. Misteriosamente me pareció que esa era la misma habitación con la que había soñado en el avión. Entré en el baño para asegurarme. Sí, se parecía mucho. Era un misterio, pero tenía cosas que hacer. La reunión iba a ser en ese mismo hotel a las cuatro de la tarde. Eran las doce todavía. Me daba tiempo a darme una cabezadita. Soñé otra vez con la azafata. Me había gustado demasiado. No podía creerlo, pero la habitación del sueño volvía a ser la de antes, la misma en la que estaba en ese momento. En este sueño ella miraba, desnuda, por la ventana. Las gotas de agua repiqueteaban contra el cristal. Llovía.

El día lo pasé en el hotel, sin salir fuera. No había parado de llover. La reunión no había sido muy exitosa, pero la empresa no se enfadaría mucho. De vuelta a la habitación, a eso de las seis miré por la ventana. Llovía.

El tiempo fue todo el día el mismo. Hoy he despertado de otro sueño con la azafata. Espero que nos volvamos a ver, aunque me parece que es prácticamente imposible. Ahora estoy frente a este papel escribiendo esto porque me parece extraño todo lo que ha pasado. Lo de la azafata, digo. La he visto esta mañana en la ducha de mi habitación. Me ha reconocido y nos hemos duchado juntos. Le he dicho que la amo, ella sólo ha fingido un orgasmo. Hemos hecho el amor, esta vez de verdad. Y todavía llueve. Hay una palabra que me ha dicho la azafata antes de irse. Me dijo que pasaba en el viaje. Llovía.

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