domingo, 18 de enero de 2009

Encadenado


Me dijeron que estaría allí una temporada, que como máximo me querían durante un año. Si nadie pagaba el rescate antes de que el año pasara me matarían. No me dejarían ni un día más. La pudredumbre del lugar no era lo peor. Había ratas por todas partes, y me mordían a menudo. Tenía un bote de alcohol del noventa y seis por ciento y un trapo sucio y roto que utilizaba para limpiarme las heridas. Al poco tiempo me di cuenta de que el trapo sucio empeoraba las heridas y me las infectaba así que decidí darle otro uso al alcohol.
Todos los días me daban un vaso con agua y un trozo de pan que había sido arrancado a mano de la barra, pronto me di cuenta de que me daban el pan de la misma barra a lo largo de cada semana. El vaso lo usaba racionalmente para beber a lo largo de todo el día. Cuando el agua se acababa lo rellenaba con el alcohol y se lo daba a las ratas. Morían dolorosamente, lo cual me alegraba los días.
Día a día iba enloqueciendo, en parte por lo mal alimentado que estaba, en parte por las heridas que tenía a causa de las mordeduras de las ratas. De todos modos sabía que nadie pagaría mi rescate y que cada día que pasaba quedaba un día menos para el día de mi esperada muerte. No sabía cómo lo harían y esa era una de mis casuales preguntas que me hacía. Me daba clases a mí mismo de filosofía, con las cuales aumentaba mi locura y mis días se hacían cada vez más y más moótonos.
Era de suponer que los los raptores sabían que de una forma u otra moriría antes de que transcurriera el tiempo de vida que me habían dado y así no me matarían pero, aún así, esa era una de las dudas que me carcomían el poco cerebro que me funcionaba. Las ratas morían diariamente y mis dolores aumentaban casi cada hora.
Una cadena con un grillete me resguardaba el tobillo derecho. Ya no lo sentía. Era uno de los principales objetivos de mis animales de compañía debido a que la sangre que les podía proporcionar ya estaba su alcance. Los primeros días, tras las primeras heridas había decidido rociar sobre ellas el alcohol que me había dado. El escozor era inhumano.
Mis días pasaban y pasaban. Se convirtieron en meses, meses largos y dolorosos. Empecé a dejar de comer y los dolores cesaron, en parte porque cesó mi conciencia y en parte porque las ratas comían mi alimento y no me comían a mí. Un alegre día decidí acabar con mi vida. Para ello me dispuse a beber el alcohol que me habían dado los raptores el primer día. Desgraciadamente ya se había terminado. Mi vida seguiría, por lo menos hasta que llegara el día, ese día en el que acabarían conmigo si es que yo no había terminado con mi vida antes.
Volví a comer porque me deshidrataba. No lo hice a ciencia cierta, fue un simple problema de instinto lo que me hizo recuperar el hábito de comer. Mi cuerpo lo necesitaba. Aunque mi mente no lo quería. Mis fuerzas ya habían decaído. Mis reflejos ya no eran. Sólo me guiaba ya por el instinto. Aunque era dificil pasar las horas sin poder moverse. Y teniendo como única luz una ventanita cerca del techo de cristal tranlúcido (o muy sucia) por la que de día podía ver la luz del exterior, de la cual muy poca entraba en el interior.
Mis manos eran cada día más débiles, incluso me costaba moverlas para coger el trozo de pan diario y metérmelo en la boca. Ya ni me movía, y había perdido la movilidad en la pierna derecha. Mis planes de escapar, los cuales había existido desde el primer día y cada día que pasaba empezaban a desaparecer de mi mente, ya se habían esfumado por completo. Ninguna esperanza había en mi corazón. Ningún resquicio de esperanza, ni una pizca de intención siquiera de salir albergaban ya en mi interior.
Era dificil, cada vez más, seguir en esa situación, pero mi instinto (maldito instinto) me obligaba a sobrevivir, impidiendo que me suicidara, olvidando lo mal que lo pasaba. Me resistía a pesar que algún día volvería a ver el exterior, pero era tal mi locura que llegaba a pensar que me rescatarían al día siguiente. Cada día al día siguiente. Y así los días pasaban, muy lentamente, tanto que hasta me perdía en el tiempo, sin saber si había dejado de existir. Y cada día me preguntaba cuánto faltaría para mi muerte segura, quería saber, aunque no pudiera hacer nada al respecto, cuántos días me restaban.
Y ese sentimiento de agobio interior, junto con la locura y las heridas, junto con la oscuridad y las infecciones, junto con la cadena que me agarraba a la pared, me hacían gritar de día al sol y de noche a la luna como si fuera un hombre lobo. Y los días pasaban, y el agobio aumentaba. Y ya ni siquiera me quería morir. Pero ya no me creía vivo. Mi estado de locura me había llevado a un estado de trance diario que duraba horas y horas. Ya no me daba cuenta de que comía cuando comía, de que cagaba cuando cagaba o de que me dolía cuando alguna de las pocas ratas que quedaban me mordía en mi cuerpo sucio y desnudo.
Pronto empecé a imaginarme mundos, a vivir historias y a ser héroes. Y en eso se pasaban los días hasta que llegó el último día del encierro. Ya no reaccionaba, y no me di cuenta de que me sacaban de mi habitáculo. No me di cuenta de cómo me sacaban a la luz del sol, de cómo me colocaban desnudo sobre una tabla de madera y agarraban mis brazos a ella con unos grilletes. Ya no sentía nada. No me enteré de que era el momento de mi muerte.
Suavemente abrí los ojos para ver a una bella mujer clavar sus colmillos en mi cuello y dormir para siempre.

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