jueves, 10 de septiembre de 2009

La ciudad enferma

—Vale, entonces ¿qué hacemos? —preguntó el taxista, encolerizado.
El pasajero se calló un momento. Necesitaba pensar. No sabía qué hacer, todo era tan raro...
—Creo que debemos seguir; pero despacio, sin dar acelerones.
—¿Estás seguro?
Claro que el pasajero no estaba seguro. ¿Cómo iba a estarlo? Todo era tan siniestro de repente, se había convertido el mundo en una especie de pesadilla. No era normal que todos los vehículos menos ese taxi se hubieran detenido de pronto. No era normal ver a esa niña (joder, era una niña) atravesarse el cuerpo con una barra de metal, adrede, como haciendo un harakiri. Tampoco era normal (nada normal) que aquél hombre se hubiera desnudado en medio de la carretera, ni que caminara con un rollo de cinta aislante en la mano, saltando de coche en coche, rompiendo las lunas delanteras con los pies desnudos.
—Creo que sí. Pero despacio, muy despacio.
El taxi avanzó un par de centímetros y se detuvo de nuevo.
—Creo que esta delante —dijo el taxista—. Creo que el perro está delante.
El pasajero levantó un poco la cabeza para ver por detrás del capó.
—No lo veo.
—Seguiré un poco.
El taxista soltó lentamente el freno, sólo un poco. No quería arriesgarse demasiado. Temía por su vida. Era una situación de lo más extraña para él. Toda la gente parecía haberse vuelto loca. Todos los aparatos electrónicos habían dejado de funcionar. Los animales parecían rabiosos.
El taxi se detuvo, como si tuviera algo delante que impidiera el giro de las ruedas. El taxista pisó el frenó y miró al pasajero con cara de terror.
—Joder —susurró—. Creo que estamos pisando al perro.
—Mierda —dijo el pasajero con el mismo volumen de voz.
De repente, el coche empezó a moverse de lado a lado. Primero, despacio, pero, a medida que pasaban los segundos, el coche se tambaleaba a mayor velocidad.
—Joder, ¡hay que salir de aquí! —gritó el taxista.
—¡No! Fuera todo está peor. Si salimos nos matarán.
—Pero... Vamos a volcar —rechistó el taxista.
—¿Llevas puesto el cinturón? —preguntó el pasajero.
La pregunta sorprendió al taxista, pero respondió.
—Sí, ¿por qué lo pre...?
—Acelera, ¡rápido! —cortó el pasajero.
El taxista no tuvo tiempo para reaccionar; su pie derecho pisó fuertemente el acelerador. El taxi pasó por encima del cuerpo del perro que había estado allí momentos antes.
—Creo que hemos pasado por encima del perro —musitó el taxista.
—Calle y siga acelerando. Tenemos que huir de la ciudad. Todos están locos aquí. Debe ser algún virus o alguna enfermedad contagiosa; no lo sé. Pero tenemos que salir de aquí. Al norte. Y allí tomaré un avión. Sí. Viajaré al extranjero, al otro lado del océano.
—Yo iré con usted.
Y el coche se perdió en la oscuridad de la ciudad. Una ciudad que se había transformado y que nunca volvería a ser la misma. Una ciudad donde los seres humanos dejaron de ser seres racionales. Una ciudad con una peligrosa enfermedad. Una ciudad enferma y sola.

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