lunes, 31 de agosto de 2009

La casa embrujada

El cielo estaba ya de color sangre cuando salí de la casa embrujada. Todo era distinto a como lo había visto antes. Mi mente había cambiado, ya no pensaba ni veía como lo había hecho antes de entrar. Sin duda, esa casa tenía algo mágico. Mágico, pero malvado. Esotérico. Infernal.
El cielo me gritaba. Eso era lo que yo sentía. Sentía que el cielo me gritaba desesperadamente, un grito que no lo oían mis oídos, sino que lo oía mi cerebro desde el interior.
Era un grito desgarrador.
Me obligó a dejar mi cuerpo en el húmedo suelo.
No podía contenerme.
Al final, volví a entrar en la casa embrujada. Allí me sentía más seguro.
El cielo se tornó oscuro y, asombrosamente, esa noche no había Luna.
Dejé que el interior de la casa me envolviera y, al fin, formé parte de ella.
Ahora soy todos los recovecos de la casa al mismo tiempo.
Ahora yo soy la casa encantada.
Y todas las tardes, en el crepúsculo, mis ventanas que son ojos miran al cielo que se tiñe de ese rojo sangre y me doy cuenta de que llora, grita y enloquece.
Y lo hace por mí.

jueves, 13 de agosto de 2009

lunes, 10 de agosto de 2009

El Hombre Lobo

Otro día más de este verano. Me acuerdo de una persona que un día me contó...

Iba corriendo entre las sombras y el corazón le latía fuertemente. Notaba cómo se le oprimía el pecho con cada latido. Pum pum, pum pum. Subió la cuesta todo lo rápido que pudo. Ya no podía más pero debía seguir subiendo. Se resbaló, pero no le importó, y siguió subiendo... Hasta arriba, tenía que llegar a lo alto de la parcela; allí, donde estaba el Gran Árbol.
Era un cedro de muchos años. Muy viejo ya. Allí habían jugado su bisabuelo y su abuelo desde niños. Y su madre. Su madre, que ya no estaba con ella.
Elisabeth llegó hasta el árbol. Subió, escaló hasta lo más alto que pudo. Debía huir. El hombre lobo la seguía desde la explanada.
Cayó. Cayó del árbol como una manzana que cae del manzano. Se partió una pierna, pero no importaba, ella quería huir...
Vio cómo el hombre lobo llegaba. Cerró los ojos, esperando notar el mordisco..., las garras. Pero no. No notó nada. Fue muy rápido, por eso no lo notó. El hombre lobo le mordió en el cuello, directamente en el cuello, mientras con sus manos aplastaba su cráneo. Había muerto.
Debía morir y lo había hecho. Pero sin dolor. Ni lo notó. Era mejor así.
El hombre lobo volvió a bajar la ladera hasta llegar a la mansión. Había terminado con la vida de su hija. Pero era necesario. Había que hacerlo.
El cielo se fue aclarando y la luna llena se empezó a poner. Poco a poco, el hombre fue recuperando su forma... y su razón.

miércoles, 5 de agosto de 2009

El aviso

Es cinco de agosto. La última vez que escribí en este blog fue el 17 de julio. Bien, llevo una buena temporada sin escribir, pues estoy enfrascado en mi propio libro, que quiero terminar este verano, pero que se resiste... no se deja...
Es cinco de agosto. Mañana es mi cumpleaños. Cumpliré 17. Es difícil contar algo ya, así que dejaré fluir mi imaginación una vez más para inventar otro nuevo relato...
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Es cinco de agosto. El mar ante mí se siente inmenso, magnífico, un ser inminente y sublime, algo capaz de arrasar con todo. Mi nombre es Philip, Philip Erson, pero todos me llaman Phil. Tengo 37 años, casa en la playa, trabajo razonable y no me falta dinero. En verdad, no me quejo. Mi vida es suficientemente buena; o, por lo menos, lo fue hasta esta mañana.
Parecerá raro y difícil de creer, pero todo lo que narro a continuación es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Te costará creerlo, pero debes ponerte en mi situación.
Eran las diez y media de la mañana, quizá un poco más tarde, cuando salí de casa para dirigirme a la playa. Iba con un bañador (el que sigo llevando ahora), mi toalla de playa (de la que ya no queda nada) y un periódico que había comprado el día anterior y que leía por el camino.
Nunca me esperé que ocurriría lo que pasó. Fue algo difícil de creer, algo que no pasa nunca, ni si quiera en los sueños más descabellados; era una situación totalmente irreal, pero lo más jodido es que era la pura realidad.
Me explico. Caminaba yo por la calle, no por la acera, pues aquí, donde tengo la casa de veraneo, en este pequeño pueblo, no pasan coches. La calle estaba más desierta de lo normal, lo cual me extrañó sobremanera. Las tiendas que estaban abiertas aún en verano estaban todas cerradas pero, ¡pobre de mí!, no me di cuenta. Como digo, andaba hacia la playa por la calle solitaria, el sol me abrazaba con sus rayos y me hacía sudar más de lo normal. Es cinco de agosto, hace mucho calor.
Contemplo cómo las olas rompen ante mí. El final de esto no puede ser quedarme sentado ante las olas, mientras veo subir y bajar la marea eternamente.
El sofocante calor me hacía andar despacio, pero sabía que pronto llegaría a la playa y me bañaría en el agua. Lo que ocurrió, no me lo esperaba, en absoluto. Desde el centro de la calzada se caminaba más cómodamente que por la acera. ¿Por qué debí escoger ese camino? Fue algo insospechable, no pude hacer nada...
Una niña... era una niña...
La conocía, era de mi vecindario. Hija de unos amigos. Pero ya no queda nadie... ¡No había nadie en la calle! Sólo estaba yo... Yo y esa niña.
Fue muy extraño, he de admitirlo, quizá en el fondo todo sea un sueño y me despierte en la cama, no en la arena de esta playa solitaria, con el viento en la cara (esta brisa marina) y frente a este mar que ya es de lágrimas.
La niña de acercó a mí, contenta, alegre, felíz, dando saltitos. La saludé. Seguía su trayecto hacia mí. Pero me miraba fíjamente, con una mirada malvada...
De pronto, el sonido de una bocina de sobresaltó. Era el aviso, pero yo no lo sabía. No supe que me tenían que avisar de nada hasta que fue demadiado tarde.
La mirada de la niña, penetrante, me absorbía...
Su cara, instantaneamente, se convirtió en un extraño y repugnante monstruo, verde, como las algas, con apariencia de pez, una cara de besugo, pero con muchos dientes largos, demasido largos, que salían de su boca por arriba y por abajo... El susto fue lo peor. Lo peor...
Se había acercado demasiado siendo una niña buena y en el último momento se había convertido en una especie de alienígena, un extraterrestre de cualquier película de ficción. Pero eso no era ficción, era la vida real, y esa era la hija de mis vecinos.
Lancé hacia ella mi toalla, para desorientarla, pero no conseguí nada. Sus dientes acabaron con ella. En ese momento supe que estaba perdido.
Otra vez el ruido de una bocina. Agudo, penetrante, ensordecedor. Un aviso más.
Pero no podía mirar hacia el lugar de donde provenía el sonido, mi vida estaba en peligro. Así que me abalancé sobre ella, sobre aquella niña peligrosa con apariencia de niña inofensiba, con cara de pez de color alga marina.
Ahora contemplo el mar y su inmensidad y me atormento.
Forcejeé con ella, pero no podía agarrarla de un cuello que no tenía. Era una situación de vida o muerte y debía acabar con ella. Fuera como fuese.
Encontré en el suelo (bendito destino) una botella de cristal vacía. Mientras agarraba a la niña de los brazos e intentaba alejarme de sus mortíferos dientes la agarré con la otra mano y la golpeé contra el suelo para romperla. Con la botella rota en la mano ya no era un duelo desmedido. Seguimos forcejeando hasta que conseguí clavarle unas cuantas veces la esquina punzante de la botella en diversas partes del cuerpo. Tenía cuerpo de niña... Me dolió hacerlo, debo reconocerlo, pero nadie en su sano juicio habría hecho otra cosa que aquello que yo hice.
Murió. Murió y yo salí con vida. Ahora, en esta playa solitaria, sé que soy el único superviviente de todo el pueblo. Pero aún queda en mi corazón alguna esperanza de que aquella persona que me avisó con la bocina siga con vida. Espero que sea así.
El mar solitario me impresiona. Me atemoriza.